Una aventura para no olvidar
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Una aventura para no olvidar
Una aventura para no olvidar
Era la primera vez que asistía al cine.
Corrían las vacaciones del ’99 y yo, con apenas 6 años, quedaba anonadada con cualquier cosa relativamente novedosa que se me pasaba por delante. O sea, que era una odisea para mis papás llevarme por las calles de Santiago.
Recuerdo, al entrar al cine, haber estado de la mano de mi mamá, pues mi mirada curiosa recorría asombrada la sala y no se fijaba en los mortales escalones que nos separaban de las butacas.
Veríamos Toy Story 2, la secuela de esa película donde los juguetes tenían toda una vida echa al margen de sus dueños. Era la película taquillera del momento.
En un arrebato solté la protectora mano de mi mamá y corrí escaleras arriba hasta llegar a una asiento que satisficiera mis deseos como espectadora: veía bien, se escuchaba bien, todo perfecto, salvo ese molesto sistema de las butacas que se cierran solas, aún yo estando sentada, ya que mi anatomía era demasiado pequeña para imponerse.
Reconozco que me daba miedo Zurg, que quería vengarse de Buzz, y también reconozco que lloré y me acurruqué en mi mamá cuando la Vaquera contó la historia de la niña que era su dueña y que al crecer, la dejó tirada por Dios sabe donde. O sea a esa edad encontraba inaudito dejar a los juguetes tirados por ahí; de echo, dormía acurrucadita con todos ellos, casi desbordándose por la cama, sólo para que no pasaran miedo en la noche.
Al final, ya saliendo del cine y con varias de esas pelotitas de cabritas que no alcanzaron a reventar incrustadas en las suelas de los zapatos, solo podía pensar en la aventura que había tenido esa tarde, y en las que vendrían después.
Amapola, Seniorita Polyester
Era la primera vez que asistía al cine.
Corrían las vacaciones del ’99 y yo, con apenas 6 años, quedaba anonadada con cualquier cosa relativamente novedosa que se me pasaba por delante. O sea, que era una odisea para mis papás llevarme por las calles de Santiago.
Recuerdo, al entrar al cine, haber estado de la mano de mi mamá, pues mi mirada curiosa recorría asombrada la sala y no se fijaba en los mortales escalones que nos separaban de las butacas.
Veríamos Toy Story 2, la secuela de esa película donde los juguetes tenían toda una vida echa al margen de sus dueños. Era la película taquillera del momento.
En un arrebato solté la protectora mano de mi mamá y corrí escaleras arriba hasta llegar a una asiento que satisficiera mis deseos como espectadora: veía bien, se escuchaba bien, todo perfecto, salvo ese molesto sistema de las butacas que se cierran solas, aún yo estando sentada, ya que mi anatomía era demasiado pequeña para imponerse.
Reconozco que me daba miedo Zurg, que quería vengarse de Buzz, y también reconozco que lloré y me acurruqué en mi mamá cuando la Vaquera contó la historia de la niña que era su dueña y que al crecer, la dejó tirada por Dios sabe donde. O sea a esa edad encontraba inaudito dejar a los juguetes tirados por ahí; de echo, dormía acurrucadita con todos ellos, casi desbordándose por la cama, sólo para que no pasaran miedo en la noche.
Al final, ya saliendo del cine y con varias de esas pelotitas de cabritas que no alcanzaron a reventar incrustadas en las suelas de los zapatos, solo podía pensar en la aventura que había tenido esa tarde, y en las que vendrían después.
Amapola, Seniorita Polyester
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